jueves, 26 de octubre de 2017

Vuelta a la responsabilidad profesional

Escribe Antonio Ruiz de Elvira
Esta es una reflexión de un profesor que, tras 40 años de docencia en la universidad española, ve como ésta ha ido cambiando de manera gradual hacia un esquema empresarial, pero sin los controles empresariales que crea el mercado, es decir, la selección por eficacia y rendimiento. El síntoma más claro es la pérdida de confianza de la institución en sus profesores. Hace 30 años conseguimos el primer contrato financiado por la UE del grupo de investigación que montamos. Teníamos que realizar nuestro trabajo y el control se realizaba al finalizar el contrato. Había plena confianza en los investigadores. Adicionalmente, se financiaban proyectos ‘’sin garantía de éxito’’, es decir, se financiaba la búsqueda de resultados nuevos, no la presentación de resultados ya obtenidos.
Poco a poco esto fue cambiando y hoy es preciso comunicar cada tres meses, a burócratas sin conocimiento, lo que se ha hecho en ese intervalo de tiempo, y los proyectos solo se financian si tienen “garantía de éxito”, es decir, si ya están hechos.
La mejor forma de avanzar en la investigación de cualquier materia es pensar. A veces, incluso no “hacer” nada, pero claro, eso no se puede poner en un informe trimestral de progreso.
A esta situación se ha llegado por complacencia de los investigadores, que han aceptado pasar de ser científicos a empleados, con tal de ir publicando resultados que, si corresponden al trabajo de tres meses, no pueden representar avance científico alguno.
En la universidad se ha introducido una componente de esquizofrenia: los salarios son el pago del Estado o de la empresa (si son privadas) por impartir la docencia, mientras que el ascenso que todo trabajador quiere y necesita se concede solo por el número (no la calidad) de sus publicaciones, habiéndose sustituido un juicio sobre las mismas por un esquema de tipo “Guinness de los records” asignándoles valor por una clasificación arbitraria de la revista en un esquema torero de “tercios”.
De nuevo estamos ante una falta total de confianza (cuando no en un rechazo de la presunción de inocencia) en la honestidad de los propios investigadores para publicar solo resultados relevantes, y de los jurados para calificar las publicaciones: se asume un proceso “objetivo” de calificación cuya objetividad es, cuanto menos, cuestionable.
Y llegamos a la docencia…
Cuando un profesor conseguía, tras unas pruebas muy selectivas, acceder a una docencia certificada por el Estado, se le asignaba, a ella o a él, la capacidad de saber cómo impartir sus conocimientos.
Hoy los conocimientos que debe impartir son estipulados por comisiones anónimas que califican, sin saberse cómo lo hacen, de buenas o malas las guías docentes. De hecho, se sustituye la sabiduría del profesor por un sistema estandarizado de enseñanza, de manera que los profesores pasan a ser piezas anónimas de una cadena de montaje en vez de creadores y transmisores de ciencia. Desaparece el concepto de maestro para ser sustituido hoy por máquinas humanas y, mañana en su desarrollo lógico, por robots dotados de ¿inteligencia? artificial.
Es claro que, si las plazas de profesor se otorgan por el número de publicaciones, la docencia debe ser controlada en pro de su calidad. Quizás debe ser así, pero si lo es, el control debería ser público y no anónimo, y las asignaturas estandarizadas de manera oficial por un comité con nombres y apellidos.
En el momento en el cual la docencia deja de ser responsabilidad del profesor y se convierte en algo estándar, el profesor deja de serlo y se convierte en un empleado más cuya labor no es enseñar sino aplicar unas reglas generadas muy lejos de las aulas.
Esto, como en Bachillerato, produce los efectos contrarios a los buscados: de entre los alumnos, aquellos que aprenden algo, aprenden exactamente lo mismo en Cádiz que en La Coruña, Barcelona o Salamanca. Pero eso no es la misión de la universidad. Sería la misión de las escuelas de Formación Profesional si las máquinas no estuviesen cambiando constantemente, pero de ninguna manera es el objetivo de la enseñanza universitaria. Este objetivo no es preparar personas capaces de apretar botones, sino formar profesionales capaces de innovar constantemente, de adaptar constantemente sus conocimientos a un mundo altamente cambiante.
Se cita estos días la frase de Churchill cuando dijo a Chamberlain: “Podíais elegir entre la honra y la guerra. Elegisteis la deshonra y tendréis la guerra”.
Exactamente esto mismo está ocurriendo en la universidad: se quiere garantizar la calidad de la educación y se consigue una mediocridad uniforme. Los profesores podemos rebelarnos ante esta situación, sin necesidad de acciones reivindicativas ni de hacer ruido. Podemos y debemos exigir constantemente la vuelta a la responsabilidad profesional, a la capacidad de ser nosotros los que decidamos lo que enseñamos y cómo lo enseñamos. Evidentemente el control debe existir, pero siempre a posteriori.
Es algo positivo, es algo que se puede hacer sin alharacas, sin estridencias, pero de manera firme, continuada, eficaz…
Tomado del Blog de Studia XXI con permiso de sus editores

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